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El Mundo Sigue Ahí


Antes de almuerzo

Para Bai, marzo, 4, 2006


Y déjame preguntarte otra cosa, ¿no hay cómo volver el tiempo atrás? A veces me gustaría saber qué hacer, y poder responder las preguntas de toda esta gente que me interroga por ti y por los hechos. Qué hechos, les digo, los hechos ahí están. No hay vuelta atrás, y no me importa, y si algo así pasara, todo volvería a ser lo mismo. Tú, inventando, toda excusa, todo pretexto, todo él. Y yo, nada, volvería a hacer lo mismo, a ser lo mismo, a bailar con la máscara que quieres que me ponga, a esperar, siempre a esperarte, a tratar de entender este martillo que no es mío, y que tanto insistes en que sí, que es mío, que me lo regalaste hace tiempo, no sé, te digo que no es mío, de quién es este martillo que ahora todos buscan, este martillo que no entiendo qué hace ahí sobre la mesa, envuelto en una bolsa, si hace poco estaba sobre la mesa, y tú debajo.
Déjame decirte algo más, no te creo. No puedo creer que dejaste de verlo. Porque siempre le tuviste ganas. Las ganas que eran mías, y que dejé de ver cuando comencé a sentirme parte del paisaje. Las ganas que ahora extraño. Y claro, las ganas de dormir, estoy cansado. Todo el mundo me pregunta, y yo no tengo idea. Pregúntenle a él, creo que dije, y luego nada, la patrulla, los golpes, el silencio.

Porqué estás tan callada, hace rato que no hablas. Tengo hambre. Hay alguien en la puerta. Eres tú, que volviste de las compras y me traes un martillo.





Carta

Estimada señora,
Lo primero, deberá usted disculpar la letra, y sobretodo, el papel. No están los tiempos para gastos. Lejanos están esos días en que la vida me sonreía. Justo cuando usted apareció. Yo terminaba de almorzar, los amigos palmoteaban mi espalda, otros me saludaban desde sus mesas. Y apenas la ví, quedé prendado, desde ese día y para siempre.
Y te lo dije, ¿recuerdas?

Caminé hasta tu mesa, tomé tu mano y te lo dije: El mundo está a sus pies mademoiselle. Y apenas te sonreiste. Y como a porfiado y testarudo no me la gana nadie seguí insistiendo, y logré llegar hasta tu mesa, tu casa, tus brazos, tus brazos donde me dormí. Tarde escuché los consejos, las palabras. Tarde entiendo los rumores. Y ahora, que la rabia me vuelve, quiero decirle a usted señora que no me arrepiento de nada. No hay reproches, no hay resentimientos. Aunque de verdad, tampoco hay olvido. Te echo de menos, las noches son eternas. No hay mucho que hacer aquí. No hay nada que hacer desde aquel día. Mal día. No debería haber llegado. Aunque la verdad, ahora puedo decírtelo, llegué temprano muchos días, y esperaba que él se fuera para contar 20 minutos y entrar. Luego fueron 19, 18, 17 y así, pensé que ibas a darte cuenta, pensé que se lo dirías, pensé que te cuidarías, que te cuidarías de mí.

El día antes dejé pasar un minuto exacto y entré. Y me miraste igual que todos los días, como parte del decorado. No es bueno sentirse como planta o papel mural. Esa tarde te dije, mañana trataré de llegar antes por si podemos conversar y tratar de arreglar todo. No tengo nada que arreglar, me dijiste. Tú sabes lo que quiero. Esa misma noche ordené todos los papeles, el testamento, las escrituras. Me fui temprano, volví temprano. No salió todo como quería, y aquí me tienes.

Sé que donde estás ahora no te dejan leer, ni siquiera te deben entregar mis cartas, sospecho que tampoco salen de aquí, pero, porfiado, te seguiré escribiendo. Me quedé lleno de cosas que no te dije, y como sabes, prendado de tí, desde aquel día y para siempre.

Tuyo,

PD.: Hoy se cumplen 20 años.





Esa noche

Estaba sola, pensando en tí, como hago a veces. Tranquila. Mirando el techo. La lámpara triste, llena de lágrimas. En silencio. Decidiendo si me paraba de la cama, tibia, sola, mía, y antes tuya. Pensaba en la nula conveniencia de pisar el suelo helado y caminar por las baldosas blanca roja blanca roja del pasillo blanca doblar y estirar la mano hasta el interrruptor prender la luz y buscar algo de pan que sabía que había en alguna parte pero mejor lo dejaba para el desayuno con un té y mejor vuelvo a la cama de donde nunca me moví, cuando puse atención a los ruidos de la calle. Todos los perros del mundo estaban ladrando aullando llorando gritando. Congelada, no me moví ni cuando todo comenzó a moverse en serio. Un rumor sordo y subterráneo que creció rápido, un ruido ensordecedor de cosas sin control cayendo, colgando, trizando, rompiendo quebrando gritando ladrando asustando inmovilizada a mi cama mi cama oscura y sola que era tuya, oscura y sola que se llena de vidrios que no sé por qué son rojos raro están rojos y me duelen y también los ojos que tratan de ver algo, es raro, hay estrellas en el techo y no lámpara y no sé donde estarás ahora que todo se mueve y rompe y deja de doler.





Cuatro Laberintos

I
La primera vez que vió al Minotauro, fue al doblar en una curva.
El letrero decía "Resbaloso con lluvia"
El Juez no escuchó sus razones.
Y lo suspendió por 30 días.

II
En el laberinto, Teseo estuvo varias veces a punto de encontrar la salida, pero las malas juntas y los peores consejos terminaron por perderlo.

III
Agradecido de haber usado el hilo de su mujer, Teseo encontró la salida casi inmediatamente.
El Minotauro lloró su partida.
Volverás, pensó.

IV
Al reencontrarse Ariadna con su esposo, lo agarró de una oreja y se lo llevó a la casa.
Antes, recogió el hilo.
Nunca se sabe, dijo.





Oficios

Sentir el aire frío y contaminado de cada mañana al salir a trabajar. Caminar diez cuadras, todos los días. -Me hace bien, me miento, buenas piernas. Zambullirme en el metro, diez estaciones. Llegar apurada y pintándome, a amarrarme al escritorio. Trabajar con buena cara. Día sin novedades. Saber que falta poco. A las seis salgo. Me voy. De vuelta al Metro, a caminar de nuevo, meterme al local, como todos los días. Bailar, tratar de tomar poco, dormir lo que más pueda. Hoy, imposible, una delegación de japoneses y una despedida de soltero.





Manual de instrucciones

Asegúrese de leer este manual hasta el final. Aquí nadie se hace responsable si algo sale mal.

Su corazón, en lo posible, debe estar sano, sin trizaduras. Asegúrese especialmente de su potencial lealtad, sin condiciones.

Llene sus días con la total presencia de una mujer. Mientras más hermosa e inalcanzable, mejor. Preocúpese de ella. Mímela hasta en los más pequeños caprichos. Consiéntala, alimente su ego, nutra su vanidad, cumpla sus fantasías. No se le vaya a ocurrir contradecirla, o deberá comenzar todo desde el principio.

Una noche, cualquiera, idealmente de luna, deberá declararle su amor, su devoción, su entrega. Ella, seguramente, hará oídos sordos, se dejará querer, sin comprometerse demasiado. Remítase a abrazarla con pasión y besarla dulcemente. Parece extraño, es cierto, pero acostúmbrese a estas mezclas.

Escríbale, ocúpese, investigue sus gustos, adelántese a sus deseos. Improvise, combine otras técnicas, en esto no hay recetas infalibles.

Todo esto, sin duda, le traerá daños colaterales, los efectos a veces son devastadores. Pero, con fuerza y dedicación, deberá usted seguir adelante.

En un breve período de tiempo, que varía en cada caso, tendrá usted el corazón roto. Se lo garantizamos.

Advertencia final.-

En algunos casos, contados con los dedos de una mano, se enamorarán perdidamente de usted.

Esto significa que ella lee este Manual.

Deberá usted entonces remitirse a cambiar de personaje, dejarse querer, ignorar sus súplicas y finalmente desconocerla.

Hasta la próxima vez que todo comience nuevamente.





Todas reinas

Cuando el flaco silbó supe al tiro que habían líos. Fue el silbido largo, ese guardado para los problemas grandes. O eran los pacos o eran los tiras. Pero fue peor. Era mi vieja.

Fue la primera vez que me pilló. Llegó por detrás. Estábamos cerca de la cancha grande. El viejo era grande y feo. Ya lo tenía listo, con la mano en el marrueco, y él, dale con bajarme los calzones.

Yo, casi alcancé a arrancar, pero el viejo quedó ahí mismo, con la cabeza rota, y la sangre oscura que se secó hasta que llegaron a buscarlo en la mañana.

Le prometí a mi mamá que nunca más, le dije que el viejo era un asqueroso, que me mataba si no le hacía caso, le prometí que no faltaría más a clases, también le dije que era virgen, pero eso sí que era verdad. La pura verdad.

Igual me pegó. Me tiró como veinte cachetadas. Y no lloré. Terminó llorando ella. Mírame, decía, mírame cabra huevona, no quiero que te pase lo mismo que a mí. Y ahí se quedó, llorando.

Después me arranqué, fuimos con el flaco a ver al viejo. Habían unos perros oliéndole la cabeza. Le sacamos los billetes del bolsillo y nos compramos una caja de vino, aunque yo quería dulces. No le conté nada de las cachetadas y dejé que me lo hiciera para pasar la pena. Ahí sí que lloré, porque me dolíó más que todas las cachetadas juntas. El flaco se reía porque yo no tenía pelos y mis tetitas eran chicas. Se curó y se quedó dormido ahí mismo.

Después me fui para mi casa. Mi mamá roncaba. Le saqué la botella de abajo de la cama, probé un trago y le boté el resto.

Después salí.
Pero me fui, al centro, a vender flores.





Después

Cuando terminamos, y como para llenar esos silencios incómodos, me preguntó:
- ¿qué soy yo para ti?
- lo mismo que yo para tí.

No es la mejor respuesta, lo sé.
Pero todavía estaba un poco mareado.





Microcuentos de Taller

Sueños
A veces, el Faraón soñaba entre acertijos. José interpretaba los mensajes y se ganaba el pan y su confianza. Al sufrir una crisis de insomnio, el Faraón decidió despedirlo.
Al otro día soñó con vacas.


Emprendedora
La paloma de la paz aterrizó para comer. Por esas cosas del destino la alcanzó una esquirla perdida. Nada grave, pero bastó para asustarla. Hoy se dedica a negocios mucho más tranquilos y lucrativos, con sede en Washington DC.
Todavía cojea un poco.


En la corte
Su Señoría, protesto, gritó el fiscal.
Pero al juez le molestaba el portaligas apretado.
Recursos de amparo, habeas corpus. Imposible, quería ponerse el otro, el blanco.
El caso fue sobreseído.





Las letras

Jugaban sobre el papel, y armaban palabras, frases, historias.
Al terminar, decían:
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”
A Miguel no le gustó. Arrugó los papeles, botó todo.
Me voy a pasear, dijo.
Y se fue, soñando con molinos.





Paseo

No te acerques mucho al borde. Pero él quería mirar, habían llegado hasta la cumbre, desde donde podían ver cómo la ciudad se movía, lenta. Lo habían planeado la noche anterior. Te hará bien, le decía ella, un cambio de aire siempre viene bien, trabajas tanto. Pero él no tenía ganas de paseos. Debía concentrarse. Habían pasado varias horas. Seguramente ya habían descubierto todo. Tengo que pensar, decía, debo pensar en algo. Fui un estúpido, no debería haberlo llamado. Habría sido mejor tratar de olvidarlo. Lo que no puede ser, no será nunca, decía. Pero no sabía hacerlo. ¿Cómo podría no verlo? ¿Cómo podía ignorarlo? Todos los días la oficina, el ascensor, la reunión, el teléfono por cualquier motivo. Recordó la primera vez, tan extraño, tan diferente. Sorprendido de su propia audacia. Ya había escuchado algunos comentarios del nuevo, de Pablo, pero esa noche, la de la premiación, lo miró, lo buscó y lo aisló, sólo para él. Le contó historias, le mintió un poco, lo amó. Y siguió viéndolo entre las sombras. Ni siquiera se preocupó por los rumores, por ese rayado en el baño. Ya no podía vivir sin él. Hasta que Pablo se aburrió. Comenzó a evitarlo, no contestaba los mensajes, no llegaba a almorzar. Tuvo que inventar algo, urgente, terrible, impostergable, para que quisiera quedarse. Se arrodilló, le rogó, no me dejes Pablo, le decía, aunque quieras verme menos, pero no me dejes, no me dejes. Ahora sólo recordaba la risa, las burlas de ese Pablo desconocido, cómo lo imitaba lloriqueando, de rodillas. Jamás olvidaría su sonrisa cruel, sus ojos burlones, la mueca de su cara, transformada en terror cuando lo miró tomar el abrecartas y avanzar a buscarlo. Pablo sintió el primer corte de varios, todos para borrar su burla, su sarcasmo, su ironía. Después, la nada, el silencio, el guardia que le abre la puerta y se despide atento, hasta el lunes, sólo quedaba usted y don Pablo, que descanse, que le vaya bien. Luego, maneja hasta su casa, demorando las calles. Paula lo esperaba, llena de planes, mañana nos vamos de paseo, te hará bien. Estás pálido, un poco de sol te devolverá la vida, le decía, ya mirando la ciudad. Lo último que escuchó fue no te acerques mucho al borde.





Vértigo

La música sonaba mal. La cerveza se calentaba. La paciencia también. Me sentía confuso y un poco mareado. Todo mal. Pensaba en las oportunidades que me había perdido. En los planes que sólo funcionaban en mi cabeza. Las veces que me fui, que traté de irme. Todas las veces que siempre me alcanzaste. Las cosas que olvidé, unos cigarros, un disco, algunas huellas, la pena acumulada, las mañanas eternas, las flores plásticas.

Ahora es noche. Siempre es noche. Ya llegó la rubia, la alta. Y hoy mira para todos lados. Me tientan su boca roja, sus ojos oscuros, su extrema palidez. Sus piernas eternas e inquietas. Inquietantes. Su actitud, como lejana, distante, siempre parece no interesarse por nada, ni por nadie, como acostumbrada a noches como esta. Noches duras.

Pero hoy, mira para todos lados. Siento vértigo.

¿Y si la abordara? Tal vez susurrarle algo en la oreja, algo sucio, directo, sin filtros, meterle la mano bajo el vestido negro, romper un elástico, tocarla y notar que me responde, sentir que se abandona, dejar que se acomode, oír como se queja y ronronea, atravesarla en la oscuridad y perderme, o que en realidad le de lo mismo, y ni siquiera se mueva, como tú, como tantas, otras veces. O acercarme, mirarla directo a los ojos, como te miré alguna vez a ti, y llevármela de la mano hacia la noche, para no volver jamás, aunque esto es difícil con las mujeres que vienen de vuelta de todo. Y nada de eso quiero hacer. Sólo quiero sentarme aquí y no pensar en mujeres frías y cervezas tibias. Trato de recordar otras noches y especialmente otras mujeres. Pero no puedo. No veo otros ojos, otras manos, no veo espaldas, no escucho susurros ni quejidos. Donde están los placeres infames, los vicios, las caricias inocentes. No puedo ni recordar otras sensaciones. Y debería poder. Alguna vez tuve lo que llaman éxito con ellas. Entre las más amigas se contaban mis proezas, mis gracias, mis cartas bajo la manga, los trucos aprendidos. Y me iba bien. En serio. Me gustaban altas, que me abrazaran con sus largas piernas y me tuvieran quieto, preso y feliz. A veces eran bajas, con pechos generosos, para dormirme contento, y también para poder llorar tranquilo, más de una vez. Calladas, buenas para hablar, ardientes, lejanas, indiferentes sin límite y celosas en delirio. Espacios cómodos y grandes, cuando andaba con plata, lugares de mala muerte cuando escaseaba todo, y rincones oscuros y pequeños que me cobijaron, como cómplices silenciosos, en esos instantes rápidos, furiosos, urgentes, con una mano bajo ella, y la otra afirmando la puerta. Quisiera ver de nuevo sus rostros, sentir en mis manos el olor que me dejaban después de tocarlas tanto. Pero cuando trato de sentir, de pensar, de evocar un poco más allá, vuelvo a irme a negro, al vacío, a la nada. No puedo recordar. El tiempo no existe, el reloj tampoco. Sólo hay vértigo. Es como si todo se hubiera congelado, todo, menos la cerveza.

Y tú vienes de negro, vestida de hombre, chaqueta, camisa, corbata, tu largo cabello tomado, sombrero sobre los ojos, y un bastón con empuñadura de plata que brilla bajo el único farol de la calle. Sé que te demoraste en el ritual de vestirte, sé cómo elegiste cada cosa cuidadosamente. Sé que lo disfrutaste. Fui tu espejo muchas veces. Fui tantas cosas, tantas veces. Y ahora, sé que vienes por ahí. Sé cómo caminas tranquila, segura, decidida. Las mujeres te miran, los hombres se hacen a un lado. Sin aviso, sin apuro, como sin querer, como siempre, entras a uno de esos locales que pocos entrarían, el humo y el olor eterno a encierro y humedad te reciben. Y es como si cortaras el aire cuando entras. El silencio, inmenso, se agranda a medida que te abren paso.

Me buscas con los ojos, lo sé, lo siento, y me encuentras apoyado en esta barra triste que entibia cervezas. Apareces primero en el espejo frente a mí. No me doy vuelta, sé que ya llegaste. Tu bastón rompe el vaso en mil pedazos. Me da risa el sonido que hace pero no muevo ningún músculo. Un trozo de vidrio me ha sacado algo de sangre de una mano. Una gota sale, lenta y roja. Es extraño. Pienso que es oscura. Más tibia que la cerveza.

No duele. Ya nada duele.

Levanto los ojos, ya no estás en el reflejo. Estás en mi espalda, pegada, como tantas veces antes. Te siento respirar. Jadeas. No te temo. Tal vez porque no te conozco. Tal vez porque te conozco demasiado. Tal vez porque siempre ha sido igual. Y por eso no te hablo, no te miro. Sé que vas a hablarme. Pero no, una vez más, me sorprendes. De mi espalda te despegas para abordar a la rubia, a la alta, y la tomas, la besas, la lames, y envidio tu lengua en sus hombros, tus manos en su espalda que bajan recorriendo la tela gastada del vestido negro. La rubia cierra los ojos y te responde. Sus manos toman tu cara, te besa, te busca, te explora. Te muerde sobre la ropa. Y quisiera que fuera mi espalda la que se arquea, que fueran mías las caderas que se elevan, y giran, y quisiera ser yo el que te tiene entre las piernas y cambiar los papeles, como tantas veces antes, y sorprenderte con un abrazo tramposo para doblarte los brazos hacia atrás e inmovilizarte un rato y poder besarte tranquilo los pechos que tú sabes que me gustan tanto. Trato de fijar ese recuerdo, y enfocarlo, pero de nuevo tú, que sueltas a la rubia, que se queja y reclama entre jadeos, y vienes tras de mí. -No me dejes, te dice la rubia. Pero ya no escuchas. Y al mirarme me suplica, -Tómame tú. Pero ni siquiera la miro. Casi cuando llegas, te detienes, me observas directamente a los ojos y te vas hacia la puerta trasera. Si salgo tras de ti todo volverá a ser lo mismo. Todo de nuevo. Y será que todo el tiempo en ese bar, se habrá perdido, inútil, y aunque lo sienta como es, fugaz e intenso, no volveré a vivirlo de nuevo. El vértigo es terrible, implacable, todo en ese bar era mi mundo, era yo, eran los otros, los demás, lo demás, la vida misma, hasta que apareciste, y te miré, inmóvil; te deseé, delirante y te amé, quieto. Ahí estaba, de nuevo, el recuerdo. Podía sentirlo. Apenas podía respirar. Deseaba tanto ser tu boca y tus manos sobre ella. Yo quería ser tu lengua que buscaba su escote. Aunque en el fondo la rubia me daba lo mismo, yo quería ser ella. Yo era ella. Ella y todo lo que tuviera que ver contigo.

-Tómame tú, me dijo.
Estoy seguro que me dijo.

Pero de nuevo, a negro. No voy. No puedo. No quiero más de esto. No otra vez. Aunque el impulso es el de costumbre. Salto de la silla. Me voy. Salgo a la calle, al callejón de siempre, el que lleva a ninguna parte, salvo a ti.

Mi herida ya no sangra, hace mucho me sequé, me vacié, cuando dejé que me tragaras, que me sorbieras todo. Cuando dejé de tener alma, mente, vida propia. Cuando decidí dejarte, -si es que algo así existiera en esta vida-, la primera vez, la segunda, la tercera y todas las otras veces, sentí lo mismo, supe que ya nada había que hacer, que ya nada era posible, todo eras tú y nada el resto.

Por lo demás el resto era la nada. Yo mismo, era la nada.

Ahora, de nuevo ahí, todo seguía igual, oscuro, denso, lento, amargo, sordo. Por un instante, y sólo por un instante, vi un brillo, una luz, pensé que me salvaba, que sanaba, que podía, que sentía.

La luz que esperaba, me llegaba con un brillo. Yo, que fui una sombra, buscaba la llama que quemara todo, casi sentí una epifanía.

Pero era tu bastón.

Y hasta me alegré.
Cualquier otra cosa me hubiera decepcionado.

Quería creer que esta vez lo había logrado. Estuve cerca.
Y era hermoso. Era terrible. Mi cabeza explotaba. Algo se había metido ahí.
Y se había quedado para siempre.

Pienso en matarte.
Sí, matarte. Ahogarte en pena, en rabia, en cervezas tibias, en vestidos negros. Pintarte la boca. Mirarte un rato, estar seguro, y después llamar, avisar, no sé como pasó, qué increíble, qué impactante, la encontré aquí mismo. Mantener esas palabras para siempre. Y después llorarte. Y luego, quién sabe, a la vida, a revivir, a dormir, a ver todo de nuevo con otros ojos. Guardar un par de cosas tuyas para revolcarme tranquilo, para cuando te echara más de menos.

Sí, eso haré. Mañana mismo lo hago.

Y dando vueltas y pensando, sentí latir mi corazón, sentí la sangre en mis venas corriendo nuevamente. Por un instante fui feliz.

Y por eso, me distraje un poco, sólo un poco. Traté de reaccionar, aunque ya no, ya nada puede hacerse, ya nada sirve, y sólo ahora me doy cuenta, cuando es demasiado tarde, otra vez. Te miro. Te miro de frente. El contraluz te queda de maravilla. Pasa un siglo, o dos. Miro tu boca bajo la luz del farol, dos mariposas salen de ahí, y ciegas, se refugian en la sombra.

No siento nada, sólo vértigo, la furia húmeda. La noche inmensa, eterna. Bésame, bébeme, viola mis sentidos. Y déjame sentir la terrible desolación de esta muralla que, ahogada de promesas, me empuja hacia tu espalda.





El blog y las vueltas de la vida

Alguien, una mujer, está escribiendo sus primeros posts, sus primeras líneas en un blog. Un día, navegando, descubre el blog de alguien, le gusta, lo lee, lo admira, lo revisa todo, comenta con otro nombre, no deja huellas.
Se convierte en un hábito, cada vez que encuentra un computador lo lee, cada día le gusta más. Es una obsesión. Deja de escribir, solo lee ese blog. No sabe qué es, lo necesita, lo extraña, casi siente amor.
Un día se sorprende y decepciona: lee que él conoció a alguien, que está interesado en alguien, que es lejana, difícil, inalcanzable. Siente rabia, siente pena, deja de comentar. La desilusión la embarga. Deja de leerlo. Deja la obsesión. Lo borra de sus links. Lo borra de su vida.
Vuelve a salir, vuelve a tener tiempo para sus amigas, para decirle sí a ese que la llama tanto. No está mal, piensa. Salen, se conocen, le gusta, se enamora, se aman. Meses después, en un impulso, casi sin pensar, se conecta y abre el blog, ese blog. Sólo lee amor, sólo ve amor y reconoce su risa en esa foto de ambos en la playa.





Tres Ficciones Súbitas

La Espera
Penélope dejó finalmente los palillos. Era imposible.
Ya no volvería.

Paraíso
Cuando los ojos de la serpiente lo miraron, no alcanzó ni a darse cuenta.
Apenas tragó la manzana sintió el peso y la fuerza de todos los deseos del mundo y de los hombres.
Eva pensó, me va a doler la cabeza.

Medio Oriente
Terminó de preparar la mochila. Estaba listo.
-No voy a volver- murmuró, apenas entre dientes.
Su mamá lo abrazó, te vas con mi bendición, le dijo.
Alá te espera.





Historias circulares

Hoy, de noche, sin poder dormir, escribo en este blog.
Es una historia corta sobre una mujer.
Alguien, lejos, y casualmente, lee la historia.
Más lejos aún, la protagonista de la historia, desvelada, recuerda noches mejores.

En un par de días, todos habremos olvidado este momento.

Pero volverá a pasar.





La puerta

Justo cuando toqué el timbre de tu casa me pareció verte en la ventana. Apenas abrieras te iba a decir unas cuantas verdades. Ni siquiera te podrías defender. Tenía testigos. La mamá te vio ese día con ella. Mi hermana habló con medio mundo para estar segura. Sé que vas a tener la misma cara de siempre. No moverás un músculo que te delate. Y vendrá primero la extrañeza, luego la rabia por desconfiar de ti, la indiferencia que manejas tan bien, callado y distante. Luego la sonrisa, la cercanía. Y tengo miedo de volver a perdonarte. De volver a creer. De volver a caer. Y lloro. Lloro porque me duele. Lloro porque te da lo mismo. Porque después vas a abrazarme, a buscarme los ojos, a sacarme una sonrisa, mientras prometes otra vez la misma cosa Y te pido agua. Y voy al baño, a sonarme, y arreglarme el rimel corrido, y al lado del espejo veo su ropa, y sé que ella está ahí. Escondida en tu pieza, muerta de miedo, porque sabe que estoy en tu casa, porque sabe que salí, que estoy en la calle nuevamente, que me soltaron, y sabe, yo sé que sabe, por qué me agarraron, y aunque no tuve una larga condena, porque fue en defensa propia, sabe que soy yo, la que se baja del bus, la que camina segura hasta tu casa, a tocar el timbre, y que te ve, cuando apareces en la puerta, con los brazos abiertos y la sonrisa de siempre, y me das la bienvenida.





…déjeuner

Me gusta tu llamada. Tu invitación. Manejo rápido, bajando hacia tu casa, me gusta tratar de adivinar cómo vas a estar vestido, con cuál camisa, y en cómo tendrás puesta la mesa, siempre con algún detalle especial. Me encanta ver cómo me atiendes, cómo te preocupas por hacerme sentir bien. Pienso en ti y no sé que preparaste para almorzar, tengo hambre, tampoco sé cómo vas a saludarme en tu puerta, pero sé que me va a gustar verme ahí, tantas veces pensada ahí. Y toco el timbre, te demoras un poco en abrir, hasta que apareces con tu gran sonrisa que parece que me abrazara antes que tus brazos. Y me cambias la cartera por una copa de vino y me pides que me siente, que ponga música, que no haga nada, que tienes todo listo. Aprovecho de mirar todo, las fotos de los niños, el cuadro de Angélica, veo que pusiste flores en la mesa, como me gusta a mí. En el equipo veo puesto un disco, es mío, lo cambio por otro que llena el espacio con un saxo melancólico. Apareces por detrás tomándome de la cintura para llevarme a la mesa. Te veo y te ríes. Parece que te cortaste el pelo, aunque te ves igual de lindo, la sonrisa de siempre a flor de labios y bueno para hablar. Y el almuerzo está rico, y tú tan atento. La conversación fluye, parecemos buenos amigos. Y el café en el living y un par de cigarros, también el primer beso, y siento que me encanta, y me entrego a tus manos, a mis manos, me río y me callo, me callo en tu abrazo, y trato de sentirte mío, todo mío, como antes, como siempre. Me desespera un poco que te demores, las vueltas de tus manos en mi espalda, en mi falda, en mi pelo. Abrir los ojos y ver los tuyos cerrados, tu boca que me busca y sentirte tan cerca me arranca un primer suspiro, quejumbroso y sorpresivo. Te sonríes, te acomodas, estamos sobre tu alfombra, el café se enfría y yo me quemo, me quemo en tus besos, en tus brazos, y sé que llega el vértigo. Ese mareo que me empuja hacia ti, sin miedo, porque sé como estás, reconozco tu olor, la presión de tus dedos que me buscan, que me llevan, como antes, hasta llegar aquí, a tu casa. Dos cuerpos que se pliegan y se estiran, buscando. Brazos y piernas que se mezclan, tu boca que me muerde, tu boca que me nombra. Y me dejo llevar, porque me llevas a tu cama, a nuestra cama, de nuevo, a este espacio, antes común, donde dos separados tratan de entender las recaídas.



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